Durante una de mis asignaciones de trabajo el año pasado, estuve en Levuka, una ciudad situada en el sureste de la isla de Ovalau. Ovalau es la sexta isla más grande del archipiélago cuyo nombre oficial es República de las Islas Fiji pero todo el mundo llama simplemente, Fiji.
Cuando me anunciaron que estaría alrededor de un mes en la isla para trabajar en la implementación de uno de los proyectos más importantes en nuestra compañía de los últimos años mi cerebro se inundó con una mezcla de excitación y preocupación. Excitación porque, ¡hello! ¿quién no quiere visitar Fiji alentado por las fotos de sus hermosas playas? y preocupación porque, yo no iba para alguna de las islas más conocidas por su actividad turística, yo iba para Levuka.
La belleza de Levuka radica en que la ciudad no ha cambiado mucho desde que fue fundada en 1820 por colonos y comerciantes europeos y se constituyó como la primera ciudad moderna y el primer puerto comercial de la zona. La vieja capital como la llaman de cariño los locales, conserva su encanto de antaño (Levuka fue la primera capital de Fiji, desde 1871 la capital es Suva).
Al llegar tienes la sensación de haber viajado hacia atrás en el tiempo. Yo se que cerca de 15 horas antes estaba en Los Angeles, California y de repente llego a este pueblito dónde parece que las cosas se congelaron, el tiempo no ha pasado por allí. Levuka aún está inmune de las avalanchas de turistas que llenan otras las islas, aunque la tecnología moderna existe, no tiene un lugar predominante en la placentera vida de sus habitantes.
Cuando llegué a mi cuarto de hotel, observé horrorizada que no había televisión ni radio. Mi teléfono inteligente estaba totalmente fuera de todo límite, con poco más de $4.00 el minuto ni loca lo usaba, así que nada de emails, twitter ni mensajes de texto. Durante el trayecto en carretera (camino de tierra, debo decir) ya me había dado cuenta de que el pueblo no tiene centro comercial ni salas de cine. Ya estaba al borde de un ataque, cuando mi anfitrión al ver mi cara, me anunció muy complacido: "tenemos wifi", ¡gracias! ¡jamás pensé que alguna vez estuviera más agradecida de tener internet! Ese sería mi único contacto con el mundo por las próximas 4 semanas.
Para cuando llegó mi primera noche, el silencio me impresionó. Del hotel a la planta dónde iba a trabajar, iba caminando. Había muy pocos autos, de hecho la gran mayoría eran taxis que los locales usaban mayormente para viajar hasta el otro lado de la isla. No se escuchaban las bocinas de chóferes desesperados por llegar a su destino, tampoco el ruidoso eco del reguetón o bachata, ni los motores acelerando como si estuvieran en la línea de arranque de NASCAR.
Caminé durante 20 minutos hasta mi cuarto, y durante el trayecto solo escuchaba el mar, el viento, las gotas de lluvia cayendo sobre la tierra y el saludo alegre de todos los locales que me crucé en el camino. ¡Si! Lo único que rompía el silencio era su ¡bula!, hola en fijiano, siempre acompañado con una amplia sonrisa. Cuando llegué a mi cuarto, el silencio me abrumó. Con la lluvia del día la conección de internet estaba fuera de servicio y yo trataba de encontrar algo que hacer en medio de aquella soledad.
Ya estaba resignada a que lo único que evitaría que me volviera loca sería leer, así que me senté en el balcón dispuesta a pasar las siguientes horas viviendo aventuras ajenas a través de la lectura. Tan pronto me acomodé, el sonido de la leve llovizna cayendo sobre las plantas activó mi viejo amor por la lluvia, y desde ese momento me dediqué a escuchar la naturaleza. Escuché grillos, un gallo cantando a destiempo, la suave brisa pasando entre las copas de los árboles que rodeaban la cabaña y a lo lejos, el mar. Antes de que me diera cuenta, pasaron dos horas en las que no hice nada más que estar en silencio, y al final de ellas toda la ansiedad y todo el estrés que traía conmigo habían desaparecido.
Al día siguiente, caminando hacia la fábrica, me sentía más aliviada, en control, estaba empezando a ver la vida de otra forma. Aprendí que en Levuka, dejas para mañana lo que no quieras hacer hoy. Se vive con tranquilidad, lo importante es comer, descansar y disfrutar. Claro, hay que trabajar, pero se trabaja lo suficiente para vivir, no se vive para trabajar. La familia y los amigos son lo más importante. Se vive de forma sencilla, sin nada más que lo realmente necesario.
Al cabo de tres semanas, ya no me hacía falta el celular ni los mensajes de texto. Confieso que no pude deshacerme de la computadora y el internet, ¡total! cuando escribía el sonido al hundir las teclas se sumaba a los sonidos de la naturaleza. Durante largas horas en la noches, eran parte de los sonidos del silencio. Me acostumbré tanto a ese silencio, que juro que podía escuchar mis pensamientos.
Le contaba a mis amigos, que trabajar allí fue el equivalente a estar en un retiro, una experiencia que obviamente me gustaría repetir. El ruido es una forma de contaminación, vivimos con tanto ruido a nuestro alrededor que nos acostumbramos a él y lo vemos como algo normal. De hecho, hay gente que le tiene miedo al silencio, quizás porque lo asocian con soledad. El sábado leí un artículo sobre 5 británicos que llegaron a un monasterio jesuíta para retirarse durante 8 días en completo silencio. Aunque esta experiencia sin duda es extrema, me recordó mis 4 semanas en Levuka y pensé que no hace mal retirarse de vez en cuando, para conectarte con tu yo interno con la ayuda del silencio.
silencio naturaleza
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